Por Osvaldo Bergonzi
“Señor, yo no soy digno que entres a mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarle”. Dispuesto Jesús a dirigirse al domicilio del Centurión para sanar a su criado queda sorprendido con la respuesta más arriba señalada. Y agrega que, Él, no ha visto en toda Jerusalén una fe tan grande como la del soldado romano.
Hay que señalar que Judea estaba bajo ocupación del imperio romano. En consecuencia, el Centurión, era parte de Roma y por tanto obligadamente cultor de los dioses, es decir, politeísta. Sin embargo, no tuvo duda alguna que se había encontrado con el enviado en la Tierra del único Dios.
No hemos encontrado en el nuevo testamento un testimonio tan elocuente en materia de ponderación pues Jesús hasta resultaba molesto a los de su propia raza por señalar el camino de la verdad y la vida. Quizá su exclamación obedece a la calidad de extranjero del creyente quien sin dudar lo reconoce a Él como el enviado por Dios, en tanto los suyos se muestran reticentes a creer.
Al llegar el momento de la comunión recitamos de memoria las palabras del Centurión sin percatarnos de su alcance y significado. La fe no nace solo del rezo sino de una convicción profunda manifestada tan espontáneamente como el caso que nos ocupa.
Santo Tomás de Aquino nos enseña como llegar a Dios por medio de la razón. Pero en definitiva es el sujeto quien debe llegar a ese valor absoluto como lo hizo El Centurión. Por eso, muy acertada estuvo la iglesia de Roma al incorporar a nuestro culto esas célebres palabras convertidas en una recordación. Nunca es tarde para alcanzar la auténtica fe.